Las leyendas populares de «las grandes piedras»
Las sociedades rurales que siempre han convivido cerca de los megalitos desconocían la función y origen de los mismos. Es por ello que su fértil imaginación generó teorías de lo más pintorescas para justificarlos, leyendas que han llegado hasta nuestros días.
Una construcción tan colosal debía contar con una fuerza física increíble o con magia, y éstas son las dos grandes líneas generadoras de leyenda: o bien los dólmenes eran hechos por gigantes colosales, o eran hadas, brujas o moras las que, con su varita, hacían fácil algo tan monumental.
Las leyendas mundiales de origen celta toman ambas posibilidades. La obra de gigantes (giants, gegants) está desperdigada por la geografía atlántica como explicación simplista de cualquier megalito o hecho natural sorprendente, como la estructura basáltica conocida en Irlanda como “Giant´s Causeway”. Y ello no es de extrañar, ya que hasta la mitología más considerada en occidente, la griega, personificó al gigante de varias formas (la más conocida es Hércules, capaz de realizar tareas imposibles). En la Península Ibérica hay también colosos dignos de mención: Roldán o Rolando, aún de origen transpirenaico, dejó sus obras por toda la cordillera; Sansón, que en el inconsciente popular es otro forzudo, colocó menhires por el Norte (Cantabria, Aralar); Mandroni, líder de los araneses y gran soldado, dejó sus menhires por dichos lares (Mitjarán).
La mitología vasca también encontró a los jentiles (gigantes) para explicar quién y cómo produjo los dólmenes (“trikuarris”). Dichos seres construían los sepulcros megalíticos para ellos mismos. Es posible que parte de esta tradición constructiva se haya pasado de generación en generación, hasta llegar a los magníficos levantadores de piedras (Harrijasotzaile) de la actualidad.
La otra gran línea legendaria es la magia femenina. Las hadas o brujas eran denominadas en muchas zonas de la península como “moras”, y ello posee una explicación. Este vocablo, “moro”, tiene, según estudios lingüísticos, un significado añadido al conocido de natural del norte de África, al tratarse de una degeneración del término indoeuropeo “mr-tuos” o celta “mrvos”, que dió lugar al latín “mortuus” (muerto). Cuando se hablaba de mouros, en realidad se hablaba de muertos vivientes o espectros.
Sin embargo, como bien sabemos por amigos de toda la vida como Pedro Luis Siguero -del que esperamos que en futuro quiera tener su propio espacio para explicarnos el origen de los nombres de los dólmenes mas importantes de la Península Ibérica-, es muy interesante escuchar su «leit motiv» que se basa en que los expertos nos enseñan que cada vez que nos enfrentamos al origen de una denominación de una localización debemos, o bien conocer el origen geográfico de los contructores de megalitos y de sus rutas (ya que tenderán a repetir lugares y nombres de sus ancestros), o bien, como nos enseñó Ockham y su herramienta, lo sencillo prima en una denominación: cualquier referencia cercana, sea cual sea, es la que ha dado nombre al dolmen o al menhir.
Para Pedro Luis Siguero y su amplia experiencia en la «Piel de Toro» determina que «moro o mora» sólo significa, a priori, «morada o lugar habitado«. Y no podemos negar la evidencia. Pero la magia de las grandes piedras y su desarrollo céltico-merovingio-romántico prima en este capítulo del megalitismo ibérico.
Las moras, según la iconografía popular celta transmitida, traían piedras en la cabeza (para el megalito) mientras hilaban con una rueca, y daban de mamar a un niño que estaba en su regazo (Llastra de la Filadoira, Asturias). Pues bien, esas moras gallegas, meigas o hadas, enlazaban el significado de la cámara mortuoria con el vientre femenino, la rueca hilando significaba la trama de la vida, y el niño mamando, la vida nueva. O sea, la mora acogía al muerto en su seno, y le ayudaba en el viaje al más allá para que desde allí pudiese volver a nacer. Se trataba de la metáfora de la Diosa Madre en el ciclo combinado de la vida y la muerte, muy similar a lo que hemos visto en otras culturas como la egipcia.
El Cristianismo mediterráneo adoptó estas ideas paganas para equiparar la bondad de esas deidades femeninas a la Virgen, y rechazó toda la restante mitología, que estaba muy asentada en el occidente peninsular. Por ello no costó mucho esfuerzo unir al sentido pagano de moro, el sentido medieval de infiel y enemigo de Cristo. Los dólmenes y menhires pasaron, por interés, a ser algo negativo que se debía destruir, ya que tenía oscuras conexiones con el ancestral enemigo de turbante y cimitarra. La imagen de hada y meiga pasó de ser una bondadosa transportadora de almas, a una aliada del diablo, con conjuros y maleficios, y por tanto, la bruja mala y fea de Blancanieves.
Mal se terminaría esta descripción si no se hablase de la mítica “olla de oro” depositada en el dolmen ibérico por el moro al tener que huir por la presión de las huestes cristianas en la Reconquista. Una construcción tan compleja, opaca y rodeada de tanto mito, debía tener un sentido económico. Miles de túmulos megalíticos fueron saqueados y destruidos para descubrir que allí sólo había huesos, hachas de piedras y trozos de cerámica. La leyenda y la avaricia humana, de forma coordinada, acabaron con los cementerios más robustos de la Antigüedad.
Sin embargo lo curioso y grandioso de la preciosa especulación mítica viene ahora, en la mágica y espectacular iconografía que en la actualidad nos ha atraído a las masas a la cultura de las grandes piedras: al megalitismo.
¿Tenemos conciencia que celtas, germanos y vikingos han utilizado una cultura muy anterior para justificarse?
¿Tenemos conciencia que los románticos y los hippies de todas las latitudes han mezclado la diacronía de los «primeros yacimientos megalíticos de occidente» para hacer de la leyenda un «bonito cuento»?
Los Celtas fueron la primera cultura centro-europea, que con su expansión nórdica-atlántica-oriental expandieron su propia cultura (La Tene-Hallstatt) con múltiples transmisiones mágico-epopéyicas, situación que fue fotografiada por los inventores de la Historia: los greco-latinos.
Los Celtas poseían, especialmente en Gran Bretaña (Último asentamiento, junto a Escandinavia) y en Germania (Tierras tras el Rin y el Danubio) muchas modalidades de enterramiento derivadas o enraizadas en el megalitismo. Los túmulos celtas coetáneos a los romanos así lo atestigüan.
Sin embargo, lo más trascendente vendría después, gracias a la transmisión medieval de los juglares. La leyendas del Rey Arturo dieron mucho juego, ya que fueron un hervidero cultural que permitieron la amalgama de todas las leyendas (cuentos populares orales) en un único hilo conductor explicativo de experiencias celtas, germanas y medievales: No olvidemos que druídas, brujas, muérdago y menhires se integraban en un mismo texto que transcendía gracias a su paulatina reproducción a través del tiempo, y que fue implantado subliminalmente en nuestra cultura visual por las obras de Scott, Wagner o Marvel.
¿Y que pasó con los salvajes vikingos en este caldo de cultivo? Pues aunque no lo sabemos con exactitud, no fueron visitantes de las grandes piedras, ya que nacieron con ellas en sus tierras. Los vikingos son, quizá, los últimos herederos culturales del «gran megalitismo».
La vinculación iconográfica que en nuestros días nos ha llegado de las grandes piedras con germanos, francos, artúricos y celtas sólo se debe a una cosa: cuando ellos nacieron como comunidad cultural, allí ya estaban los megalitos.
Por eso destacar estelas nórdicas con escrituras rúnicas, lo que es todo un paradigma nórdico (Piedra de Rök, del siglo IX, en Ostergotland (Suecia)), es tan normal como comprender que el megalitismo ha sido copiado por celtas (con los grandes petroglifos de la cultura castreña, del siglo I a. C.), por los germanos en los túmulos simples de centroeuropa (siglo I, II y II d.C.), de los primeros cruceiros-pelourinhos de la iniciática Ruta Jacobea, puros grabados cruciformes en menhires improvisados (siglo X, XI), por no decir de los mojones-menhires intertribales de los vascones pirenaicos (desde la época romana). ¿Y hablamos de vikingos?
No, claro que no. Hablamos de algo muy anterior que ha llegado a nuestros días no sólo gracias a los hippies y sus reuniones en Stonehenge, a la lotería de Newgrange, a los documentales de NG, el Canal de Historia (sin olvidar a Odisea).
Los que verdaderamente día a día nos enseñan que el megalitismo es bastante anterior a celtas, germanos y vikingos son los historiadores mediante sus métodos centíficos financiados por universidades.
Las leyendas sobre dólmenes y menhires son bonitas, y si nos la enseña Disney en la «Saga Star Wars», pues mejor que lo mejor: pero seamos sensatos, el «litoísmo» vinculado a la cultura de las grandes piedras supera la mente imaginativa de cualquier juglar medieval o al guionista mejor pagado a las órdenes de la Marvel o George Lucas.