Destrucción de los dólmenes y monumentos megalíticos
En fases anteriores de esta introducción ya hemos comentado alguna de las causas por las cuales los megalitos no han llegado a nosotros tal como se construyeron originalmente. Ahora se van a desglosar las más importantes.
No se ha incidido hasta ahora en las causas naturales de deterioro de los túmulos y menhires. Además de ser unos excelentes constructores, los hombres del Neolítico conservaban el monumento en perfecto estado mientras estaba en uso. Pero, una vez olvidada su existencia, los elementos arrastraron la tierra de los túmulos. Y sin embargo parece mínimo, a falta de mayor investigación, el número de megalitos que quedaron arrasados por el agua y el viento.
Es el hombre posterior al Neolítico, y muy especialmente desde el Renacimiento, el que ha hecho de la destrucción del dolmen casi una afición en sus paseos campestres. Siempre existen los motivos comprensibles, como es el desconocimiento del significado de estos monumentos. El aumento de la densidad de población hizo que se necesitasen piedras, y en el túmulo estaban muy a mano. Hoy en día, por desconocimiento de autoridades y vecinos, las más variadas infraestructuras y trabajos arrasan los dólmenes.
Causa más impresión la destrucción planificada y masiva de conjuntos megalíticos por decreto, ya que las barrabasadas accidentales nunca serán consideradas por la UNESCO “genocidio monumental contra la Humanidad”. En los primeros siglos de nuestra era sí hubo una gran acción sistemática y premeditada, como lo atestigua que:
- En el Concilio de Arlés (314 d. C., a pocos meses de la conversión de Constantino en el 312 d. C.) se solicitó acabar con el culto a las piedras.
- En el Concilio de Nantes del año 452 los obispos recomendaron derribar las piedras de bosques y lugares aislados.
- Un poco más tarde, San Martín de Braga, San Martiño en toda Portugalia (aprox. 510-580), criticó los dólmenes y lo que suponían de idolatría.
- Diversos reyes visigodos al convertirse al Cristianismo, lanzaban cruzadas contra los dólmenes y menhires. Quizá, el hito más destacado al respecto en La Hispania Visigótica es el XVI Concilio de Toledo, registrado en el año 681. En nuestra Península, para congraciarse la realidad política y religiosa se decidió directamente (sin estudio de evaluación medioambiental) «la condenación de los adoradores de ídolos, veneradores de piedras, fuentes o árboles….., con la pena de cincuenta azotes«.
Todo ello, como bien se sabe, se argumentaba para mostrar el monopolio ideológico imperante, y diluir con el paso de las generaciones, el poso de la cultura local, la religión previa y la mitología ancestral.
Sin embargo, no fueron siempre los representantes de «Dios en la Tierra» quienes instaron al derribo de los megalitos, ya que Felipe III, terror de herejes, concedió en 1609 una Real Cédula al Licenciado Vázquez de Orxas que autorizaba a este individuo a abrir túmulos en Galicia, y saquear el oro que hubiese en su interior. El ejemplo cundió por toda la geografía ibérica. La codicia popular hizo que se profanasen más de tres mil mámoas en las serras galegas, e indeterminadas las arrasadas en España, Portugal y Andorra. De oro, claro está, nada de nada.
El aumento de población provocó durante siglos el desbroce del bosque y la destrucción de dólmenes para aprovechar los terrenos agropecuariamente. Sólo aquéllos dólmenes alejados de zonas pobladas, y de bajo interés económico, se conservaron casi intactos. Todos los demás megalitos de la Península Ibérica fueron saqueados, profanados, arrasados o deteriorados.
Dos casos recientes pretenden ilustrar dos formas salvajes de acabar con un dolmen:
- En la sierra de Aralar (Navarra), los quintos o mozos llamados a filas en los años 50 tenían que demostrar si eran capaces de “quitar la txapela al dolmen”. Afortunadamente, no pudieron con la cubierta del dolmen de Larrázpil, pero si debieron conseguirlo con las de los de Armendia y Luperta.
- En primavera de 1983, Primitiva Bueno (Catedrática de la Universidad de Alcalá de Henares) comenzó las excavaciones del dolmen de La Estrella (Toledo). Cuando llegó allí se encontró que el dueño de la finca donde se encontraba el monumento, un tal Sr. Zacarías de Aldeanueva de San Bartolomé, había hecho una zanja de un metro de ancho a todo lo largo de la cámara, para que la “olla de oro” no se la llevaran “los de la capital”. ¡Vaya botín que se llevó!